sábado, 5 de julio de 2014

La Guardia de fuego

V - VI. Las hermanas del fuego.

Moiraes by Ashitaro

Una luz blanquecina y pesada lo bañaba todo de un modo espectral y siniestro. Zelen abrió los ojos poco a poco, sumida en una especie de sopor que no era capaz de comprender, y observó a su alrededor. La luz lo bañaba todo, un claro inmenso en el que se encontraba sin nada más que ella. Hierba bajo sus pies y árboles en la lejanía hasta donde alcanzaba la vista. ¿Dónde estaba?
Recordaba haber llegado a un claro en el bosque, ver la luna y aquel reflejo en el agua tan misterioso. Pero no conseguía traer a la mente nada más. Nada, excepto aquel dolor en la parte anterior de su cabeza. Se llevó la mano hasta ella, y encontró algo reseco y frío, que raspó con las uñas de los dedos. Era sangre. Y al parecer de hacía bastante tiempo.

Se puso en pie de forma patosa y pausada, con más esfuerzo del que había imaginado. Y fue entonces cuando la música comenzó de nuevo, como meciéndolo todo, acunando sus sentidos y arrullando su propia alma. Cerró los ojos unos segundos, mientras una leve brisa la sorprendía moviendo sus oscuros cabellos a su son. Parecía una voz... Un voz femenina.

¿Madre...? – Susurró Zelen con miedo.

Pero la voz se multiplicó. No era una, sino varias. Zelen no pudo retenerse, y abrió los ojos con vehemencia deseando encontrarse con lo que quiera que hubiese allí.

En el claro, vasto como el universo, había aposentadas ahora tres mujeres, todas en círculo inclinadas alrededor de una roca de extraña forma alisada, que Zelen había visto antes. Aunque rodeada de engendros que ahora, habían desaparecido.
Las mujeres entonaban una melodiosa canción cuyo idioma Zelen no consiguió identificar, mientras movían las manos casi al unísono, revolviendo algo entre sus dedos. La muchacha se acercó, temerosa pero deseando al mismo tiempo acortar distancias, hasta que pudo ver lo que hacían. Estaban tejiendo, un hijo tan fino que bien podría parecer el aire. Un hilo dorado.

– Al fin has venido, joven. – Susurró una de las mujeres, con una voz tan antigua que parecía estar a punto de quebrarse.
– Sí, que bien puedo sentirla ahora.
– Acércate, muchacha, queremos escucharte mejor.

Zelen estaba paralizada. Y sin embargo, algo la obligó a caminar hacia su frente ni pasados un par de segundos.

Así mejor, querida.
– Acércate al agua, joven, no temas. Asómate.

Y de nuevo, no quiso moverse, pero sus piernas lo hicieron por ella. Ni siquiera era capaz de mover por propia voluntad sus ojos para mirar a aquellas mujeres al rostro. Eran como sombras en la periferia de su mirada. Cada una de aquellas extrañas se apartó del agua, a la que parecían mirar con fijeza, para dejar espacio a Zelen.
Asomada sobre la roca, pudo ver su reflejo sobre el agua, devolviéndole el gesto de incredulidad.

– Eres muy hermosa.
Más de lo que habíamos esperado.
Cuán mejor será así. – Rieron las tres mujeres.
Pero fijáos también en su temple. Aún bajo nuestro mando, pretende ejercer su voluntad.

¿De qué hablaban? Ella sólo intentaba moverse, apartarse del agua para poder verlas mejor. Y fue entonces cuando se dio cuenta de algo que antes había pasado por alto en el reflejo del agua. Sus ojos, ya no eran amarillos. Allí estaban, marrones y verdes, fijos en sí misma de tal forma que parecían desesperados y... Y libres.

Creo que quiere hablar, Nona.
Sea pues.

Una lágrima cayó del rostro de Zelen sobre el agua, y en lugar de unirse a ella simplemente desapareció antes de rozarla, sin crear ni una sola onda.

Habla, joven, ¿Qué te ocurre?
¿Qué...? ¿Qué está pasando? ¿Dónde estoy?– Preguntó sin poder moverse aún hacia atrás.
Oh, pequeña, a eso no podemos contestarte. – Contestó una de las mujeres.
Y en realidad, esa no es la pregunta que aqueja ahora tu alma.
Dinos lo que de verdad quieres saber.

Zelen se estremeció, y quiso salir corriendo de allí. Pero no podía, sólo continuaba con los ojos anegados en lágrimas mirándose a sí misma en el reflejo impertérrito del agua.

Soy... ¿Soy libre? – Susurró fijándose en el verde de su iris.

El silencio recorrió a las tres mujeres, que se mantenían lejos de la visión de Zelen. El agua, comenzó a temblar, creando ondas doradas y oscuras al mismo tiempo sobre su superficie.

Debes verlo por tí misma, Zelen.

Sombras y movimientos se juntaron ante ella, hasta que en el agua, algo pareció tomar casi vida. Eran imágenes. Imágenes del mundo, a los ojos de una persona. ¿Qué estaba viendo, por qué le hacían ver aquello? Parecía un bosque, con árboles, hierba, rocas, tal vez algún animal escondido, y nada fuera de lugar. No comprendía nada.
Y entonces, otro humano apareció ante los ojos que ahora parecían suyos. Ropa oscura, mirada sencilla y con algo de temor, como todos los jóvenes de aquel mundo desde hacía años, y una espada a la cintura. Un Guardian del Fuego.
Quiso saludar a su hermano, y al ver cómo giraba el rostro hacia ella, le reconoció. Era aquel Guardia que había decidido no acompañarla en su camino hacia el Sur. Una sonrisa surcó su rostro, presa de repente de una emoción por sentirse al fin acompañada por un compañero, cuando el Guardia comenzó a temblar. Desenvainó la espada contra ella. ¿Pero qué hacía?

Qué es ésto, por qué me quiere atacar.
No es a ti, joven, sigue observando. – susurró una de las mujeres.

¡A-Atrás!” chilló el Guardia, temblando de pies a cabeza. Mientras tanto, los ojos bajo la mirada de Zelen que ahora casi se sentían como suyos, continuaban acercándose a él. “¡Atrás, monstruo!” ¿Monstruo?
Apenas le dio tiempo a aquel muchacho de elevar la espada para atacar, cuando tres Seres desde las entrañas de la oscuridad, saltaron sobre él a su espalda. Zelen vio, aterrorizada, como le sesgaban el cuello, le arrancaban parte de la mandíbula, y a jirones arrancaban sus ropas hasta hacer lo mismo con su piel y entrañas. Y lejos de permanecer como espectador, la criatura a través de los ojos que Zelen estaba mirando, participó en todas y cada una de aquellas acciones. De haber podido, habría vomitado sobre el agua.

No... Ese hombre... Ese chico... ¿Está muerto?
Me temo que sí, joven. El pasado no siempre es agradable de ver, pero lo sucedido está grabado.
Está grabado. – Repitieron las otras dos mujeres al unísono.
Estoy soñando. – Dijo Zelen, convencida.
Es más complicado que eso. – rió una de las mujeres. – Mucho más complicado.
¿Tienes ya la respuesta a tu pregunta? La has visto a través de los ojos de uno de nuestros hijos.

¿Hijos? ¿Había dicho hijos? La cabeza iba a estallarle de un momento a otro, y todo comenzó a darle vueltas como si se encontrase en la peor de las montañas rusas. No entendía nada, nada, nada...

No entiendo nada...
Décima, Morta, liberadla para poder explicárselo.

Un escalofrío recorrió a Zelen desde la punta de los pies hasta el final de su oscuro cabello, y repentinamente, cayó de rodillas sobre la fina hierba a sus pies. Tardó un tiempo, pero cuando lo consiguió, alzó la mirada para observar a sus captoras: Tres ancianas, de muy avanzada edad, sentadas unas sillas que parecían hechas de mimbre y ataviadas con las más extrañas de las telas oscuras que había visto jamás, bordadas en colores que ni siquiera reconocía. Sus manos, huesudas y tintineantes, sostenían entre los dedos aquel hilo tan fino que antes Zelen había podido atisbar, y entre ellas lo movían una y otra vez, creando formas en el aire y desaciéndolas tan rápido que no era capaz de ver de qué se trataba. Era dorado, tal brillante como el sol y las estrellas, y una fuerza sobrenatural incitaba a tocarlo. Tal se centró la mirada de Zelen en aquel hilo espectral, que no fue consciente hasta bien pasado el tiempo, de que ninguna de aquellas ancianas tenía ojos en su rostro. Y no tenía signos tampoco de haber poseído ningunos.

¿Quiénes sois? – Preguntó al fin.

Las tres rieron al unísono, con unos dientes finos y tan afilados que bien podían parecer pequeñas dagas obras de un artesano herrero. Brillantes como el acero.

Somos tus madres, Zelen. Nosotras te trajimos al mundo. – dijo Morta.
Nosotras te guiamos por sus sendas. – contestó Décima.
Y nosotras te alejaremos de él. – y terminó Nona.

Zelen mantuvo silencio, sin dejar de mirarlas ni un segundo. Lo hipnótico de sus dientes unido a que sus manos no dejaban de crear figuras con el hilo para después hacerlas desaparecer, era hipnótico como poco.

Antiguamente nos conocían como las Moiras. Pero hace tiempo que nadie nos llama así.
Tanto tiempo... – suspiró Décima.

El silencio volvió a sobreponerse mientras la mirada de la joven pasaba por el hilo hasta intentar alcanzar el final de su recorrido, ¿Dónde acababa?
Somos las Parcas.
– Somos el Destino.
– Somos la Muerte.

Fue demasiado para su mente. Aturdida, quiso huir, pero de nuevo sus pies no se lo permitieron.

¿Sabes ya la respuesta a tu pregunta, Zelen? – Preguntó Nona.

Como respuesta a toda pregunta, Décima elevó ligeramente la mano en la que sostenía su hilo, y dejó claramente ver a Zelen el final de éste. Desembocaba en el agua que había estado mirando hacía unos segundos con aquella fijeza. Las olas de su superficie de nuevo se removieron con el color cobrizo de la tela. El mismo color del sol, de las estrellas... De los ojos de todos aquellos Seres.
Como un rayo caído sobre ella, comprendió. Pero las Parcas se adelantaron para contestar.

No puedes ser libre Zelen, nunca lo serás. Nosotras controlamos tu vida. – dijo Décima.
Tan pronto como el alma humana pierde su esperanza, su voluntad se tuerce en nuestra. – contestó Nona.
Y el hilo de su destino nos pertenece para siempre. Hasta el día de su muerte. – culminó Morta.

Zelen estaba impactada a tantos niveles, que no era capaz de hablar. Sus ojos, los de los engendros, el color de aquel hilo, las criaturas que tenía ante ella, aquel mundo... Algo le obligó a elevar la mirada al cielo. Y allí lo vió: Su mundo. Era la tierra. La tierra estaba en el cielo, tal y como se vería desde la misma la... La Luna.

Vuestras voces...
– Comienza a comprender. – susurró Morta.
¿...Por qué? – fue lo único que logró articular.

El silencio se hizo de nuevo hasta que una de ellas se puso en pie, Nona, con la cabeza alta pero el cuerpo completamente encorvado como la anciana que aparentaba ser.

El Destino es caprichoso, jovencita. Y tan pronto su poder nos fue otorgado cumplimos la voluntad al pie de la letra. Sin embargo, ¿Por qué debía ser así? Somos nosotras quienes controlamos el futuro de los hombres, y por nuestra mano es tejida la realidad de vuestro mundo. ¿Por qué encomendarnos tan horrible tarea sin permitirnos ver vuestras delicias más que a través de un pozo de luz a miles de kilómetros de vuestra esencia?
Queremos lo que todo ser ansía: La libertad. Aquella con la que tú tanto sueñas, que ahora baila entre nuestras manos, es tan deseada por nosotras como lo es por todos tus hermanos.
Y para ello, os necesitamos. Te necesitamos.

Zelen clavó su mirada en Nona, en pie ante ella, en apariencia tan frágil como el cristal. Sentía que estaba a punto de desmayarse, pero al mismo tiempo una ira que parecía no pertenerle, bullía en su interior como mil llamas candentes.

Nos utilizáis. – rectificó Zelen.
Tu punto de vista es respetable.
Nos obligáis a matarnos entre nosotros, ¿Por qué? – cerró los puños con una fuerza inusitada, a pesar de apenas poder moverse – ¡¿Por qué?!
– El Destino es caprichoso... – Dijo Décima.
¡¿Por qué?!
Porque necesitamos lo que uno de vosotros tiene.

Ahí estaba al fin, la respuesta. Aquellas ancianas querían algo, y si resultaba verdad todo lo que decían, tal vez... No. Zelen negó con la cabeza. No podía creerse todo lo que estaba viendo, aún necesitaba pensar que todo era un sueño, un estúpido idilio, y sin embargo...

– Y tú debes ser quien se lo arrebate, Zelen. Sólo tú.
– ¿De qué estáis hablando?
– Uno de tus hermanos mortales tiene algo que nos pertenece por derecho. Y queremos que tú nos lo traigas.

Ante los ojos de Zelen, en mitad de la nada, se materializó entonces una llama. La llama poseía tal fuerza, aún si solo fuese una imagen falsa creada para ella, que sintió la necesidad de cerrar sus párpados y apartar el rostro a un lado. El calor, era insoportable.

– La llama de Prometeo. – dijeron las tres Parcas al unísono.
– ¿... Qué? Yo jamás he visto... – procedió a interponer la muchacha.
Aquellos humanos a los que llamas “El consejo” saben lo que es. Y lo esconden tras sus garras. – dijo Nona.
Sus garras de buitres. – susurró Morta.
Y todo Guardián del Fuego con suficiente voluntad como para someterse a ellos y sus órdenes, aprenden a protegerlo. Y conocen su existencia.
Eso no es posible... Víctor me habría contado... – dijo Zelen para sí misma las palabras que su mente no podía acallar.
¿Por qué crees, pequeña, que Álvaro y Lydia están muertos?

El silencio se hizo de nuevo con el lugar. El recuerdo de sus hermanos se hizo tan doloroso en el pecho de Zelen, que ahogó un gemido desesperado. Ellos habían salido de guardia, como siempre, y habían fallecido a manos de los engendros.
Estaban de Guardia... – susurró, casi arrepintiéndose al instante.
– Les fue rebelado el secreto, obedientes como eran.
– Obedientes como tú.
– Y decidieron rebelártelo.
Cometieron un grave error. – negó Morta con la anciana cabeza.
– Y por ello Víctor fue avisado. Supo rectificar. – continuó Décima.
– Y para ti el secreto permaneció oculto. Siempre. – culminó Nona, aún en pie.

Zelen cayó cuan larga era sobre el pasto bajo ella, sin ganas de moverse ni un milímetro. Todo aquello era una grandiosa locura, y sin embargo encajaban tantas piezas en su sitio, que dolía pensarlo. Pero podía ser real. Debía ser real.

Cientos de humanos hemos controlado para conseguir la llama que un día os fue entregada a traición.
Cientos han fracasado.
Pero tú, podrás acercarte a ellos. Podrás conseguirla. Eres quien más cerca puede estar de ella.
Y nuestra fuerza irá contigo, joven.
El poder de controlar el Destino, te será legado.

Aquella extraña sensación de encojimiento se hizo de nuevo con el cuerpo de la joven, que se incorporó sin desearlo. La espada que antes había portado como Guardián, ahora pendía ante sus ojos con vida propia.

– Con éste arma, serás capaz de cortar la vida de todo aquel al que toques.
– Serás como nosotras.
Una hermana más.
Llegarás con ella hasta la Llama. Y la traerás con nosotras una vez más.

Las tres hermanas, como movidas por un resorte, dieron los mismos pasos exactos entre ellas, incorporándose de sus asientos lentamente, hasta rodear a Zelen.

¿Por qué iba a ayudaros...? – preguntó ella.
Sabemos lo que más deseas.
Lo que más anhelas.
Y podemos dártelo.

Zelen elevó el rostro, y miró al lugar donde Morta debía haber tenido sus globos oculares. No sintió absolutamente nada al hacerlo.

– … Mis hermanos.

Las tres Parcas se miraron entre ellas, aún sin poder verse, y sonrieron mostrando de nuevo sus afilados dientes casi metálicos. Tal vez lo eran.

No se puede destejer lo que está tejido. – dijo Décima.
Pero se puede hilar de nuevo encima.
Tus hermanos volverán a la vida, Zelen. No con la misma forma, no en sus mismos cuerpos, pero será su alma la que regrese contigo. Y permanecerá intacta, como el día en que te abandonaron.
Te los arrebataron. – corrigió o bien añadió Morta a Nona.
Estaréis juntos de nuevo.
Siempre que nos traigas la llama.
Nuestra palabra está sellada.

Las Parcas extendieron sus huesudas manos ante Zelen, que de repente tuvo aquella sensación de libertad otra vez, y supo que podía moverse.

¿Me usaréis como habéis usado a los demás?
Tus movimientos serán libres, igual que tus opciones. Sólo así la Llama obedecerá, ante un alma que sea humana, pues Prometeo os entregó el fuego a vosotros, mortales, alejándolo de nosotras. De vuestra mano a la nuestra debe ser entregado de nuevo.
Es la única forma.
Nuestro hilo te liberará de sus ataduras.
A menos que fracases.
¿Qué ocurrirá si fracaso? – preguntó Zelen, mirándolas de una a otra.
– Nuestra palabra está sellada. Vuestros hermanos y tú, estaréis juntos de nuevo. En ésta vida, si tienes éxito. Si fracasas, en la siguiente.
Tu hilo se acabará.

Algo oprimió el pecho de Zelen de tal forma que la impidió respirar. Y sin embargo, cerró los ojos unos segundos, y observó las caras de Lydia, Álvaro y Víctor entre sus sueños una vez más. Les vió sonreír, buscando su mirada, sus abrazos, su calor...

Moriré si fracaso. Pero si lo consigo, me los devolveréis.

Las Parcas asintieron al mismo tiempo, como un reloj.

Y liberaréis a los humanos.
Serán libres. No supondrán más un reto para nosotras. Ellos no.

Las tres ancianas sonrieron de nuevo al unísono, y sus pechos parecieron retumbar con una profunda carcajada que no llegó a ver la luz.

Unos minutos se sucedieron, mientras Zelen alzaba la mirada a la Tierra, que ahora parecía tan increíblemente distante. La Tierra, cuyas praderas las Parcas podían ver a través de aquel charco de agua tan misterioso, observando por cada uno de los ojos de los hombres a los que controlaban.

Cuando bajó de nuevo su rostro, pudo ver de nuevo las manos de las Parcas tendidas ante ella, como una sola, superpuestas. Zelen simplemente extendió su brazo, y de un firme pero sencillo movimiento, apretó cada uno de los dedos de aquellas mujeres, con fuerza.

Está sellado. – Dijeron las tres.

La espada de Zelen, se alzó sobre sus cabezas. Las tres Parcas comenzaron a hablar entonces, susurrando palabras que la muchacha no era capaz de comprender, y extendiendo sus manos hacia el cielo envolvieron el filo con aquel hilo dorado que tanto parecían trabajar, hasta no dejar ni un solo resquicio sin cubrir. Tan pronto lo culminaron, el arma perdió su brillo resplandeciente, y se tornó de nuevo oscura y opaca. Normal y corriente.

No roces con su filo a nadie que desees ver con vida, pues perderá su Destino nada más rozarla.
Ahora eres una más. – dijo Morta casi en su oído.

El arma descendió hasta las manos de Zelen, que la sostuvo como si fuese del material más peligros y a la vez frágil del universo.

No te preocupes, hija, a ti no te dañará. Tu Destino ya está con nosotras.
Ve a por la Llama.
¿Qué haré cuando la tenga? – preguntó Zelen, aceptando por primera vez, el destino que aquello le deparaba. Creyéndolo.
Nuestras voces te guiarán.
Tus madres te cantarán hasta que nos encuentres de nuevo.

Asintiendo con la cabeza, como si comprendiese a la perfección, Zelen entrecerró los dedos alrededor de la empuñadura de la espada, y la miró con fijeza. En su filo, aún estaban sesgados los nombres de sus tres hermanos. Sus hermanos... Ahora Víctor había cambiado para ella. Era su objetivo. Y si de verdad todo aquello era real, si era cierto que aquellas eran Parcas, y que todo su entretejido de la realidad era lo ocurrido, sus hermanos, Lydia y Álvaro, podrían... Volverían a estar todos juntos.

Tráenos la llama, hija. – dijo Morta.
Tráenos la llama, Zelen. – respondió Décima.
Tráenos la llama, hermana. – culminó Nona.

Y la luz blanquecina plomiza comenzó a echarse sobre Zelen, como la mejor de las nanas, el mayor de los arrullos... Meciéndolo todo, acunando sus sentidos y arrullando su propia alma.

Si es que aún la poseía.

jueves, 27 de marzo de 2014

Águilas Z

VI. Hasta el final.

With the Promises Betrayed by Vampire-Sacrifice's

Las balas duraron poco. Aya se sentía sin manos suficientes como para disparar como era debido, y a cada dos pasos tenía que distinguir entre amigo o enemigo. Gastó el cargador consiguiendo derribar a cuatro de ellos, se giró para gritarle a los suyos que la siguiesen, y echó a correr.

– ¡Tomaremos la plaza desde el nort...! – “Bum

Una explosión. La bombona de gas más cercana, ardía en llamas. Algo debía haberla alcanzado. Todo sonido quedó opacado y los oídos de todo aquel cercano a la zona, pitaron con fuerza.

Aya hizo un gesto con la mano para que la siguiesen, y cuando asintieron echó a correr con ellos detrás una vez más. Lanzó la pistola a su espalda, vacía, y sacó la espada de su funda, estrechándola entre sus manos.
Una vez escondidos tras un muro de piedra, Unai se asomó por encima y pudo ver al menos a una veintena de enemigos. Le indicó el número a Aya con sus manos, y ella asintió.

Aya tomó aire, volvió a mirarlos a todos de nuevo y con una sonrisa, gesticuló con los labios: “¿Listos?”. Todos asintieron, con las armas en ristre. Aya sintió ganas de llorar, no de pena, sino de emoción. Sus caras decididas a luchar, por ellos, por los suyos, por la libertad... Era todo lo que necesitaba en aquel mundo. La cara Unai, mirándola como si ella fuese el objeto más preciado que proteger en el planeta... Se guardó aquella imagen en su mente, a fuego, para poder tenerla siempre consigo.

Su gesto tornó en decisión, miró al frente y se levantó, saltando el muro de un solo movimiento con la espada en alto. Más de seis enemigos se giraron, pero al verla con ese aspecto demacrado y solo una espada en mano se echaron a reír.
Todos los que iban a su espalda saltaron tras ella, y la sonrisa se les borró de la cara. Para entonces Aya ya había conseguido rebanarle la garganta a dos, mientras Unai, más rápido que los demás, tumbaba a otros tres en apenas dos segundos con su pistola. La sangre salpicó el cuerpo entero de Aya, que casi frenética cogió uno de los cuerpos que Unai había abatido y se lo colocó a modo de escudo, evitando los disparos de sus compañeros. Uno de ellos le rozó la pierna y cayó de rodillas, gritando de dolor. Tan pronto como pudo volvió a ponerse en pie, y “tomando prestada” el arma del cadáver comenzó a disparar a su alrededor. Caminó entre el fuego para esconderse hasta llegar tras un muro semi-derruido, donde se detuvo para cargar el arma y comprobar la situación. Unai se lanzó a su lado, y pegó la espalda junto a ella.

– Son demasiados. - Dijo, jadeante.
– Lo sé, necesitamos... Algo... – Miró a los lados, desesperada. – Lo que sea...

Y entonces, ocurrió. Escuchó tres disparos, distinguiéndolos del resto, no supo por qué o cómo. Miró hacia la batalla de nuevo. Uno de los suyos, el más pequeño de apenas quince años, se encontraba en pie como una estatua en el ojo del huracán. Recibió los tres tiros en el pecho y cayó de espaldas, tan lento que a Aya le pareció una eternidad.
Perdió los cables, el sentido, la moralidad... Todo.

– ¡Aya...! – Escuchó a Unai en la lejanía.

Pero era como un eco, solo eso...

Salió de su escondite, elevando su arma, y comenzó a disparar sin pensar ni un sólo momento en la locura que estaba haciendo, en su seguridad o en nada que no fuese la venganza o el odio. Lo peor, era la impotencia. Aya se dejó consumir por la ira.
Descargó todo su cargador destrozando el cuerpo de seis de ellos, y cuando terminó lanzó el arma a un lado para comenzar a usar la espada. Los tiros volaban a su alrededor, pues sus compañeros se habían unido a ella, tan rábicos como Aya se encontraba.
Recibió otro tiro, cercano a la mejilla que la hizo sangrar al instante e incluso le arrancó parte de su oreja derecha, pero ni siquiera se inmutó. Le clavó la espada al mismo que disparó al muchacho, justo en el estómago, mirándole a los ojos fíjamente. El último estertor de vida brillaba en su mirada, y Aya se negó a perderse aquello. No sonrió, no hizo nada, era como de piedra.

Los estaban diezmando, a todos. Eran inferiores en número pero “algo”, esa furia por defenderse entre ellos, consiguió hacer que ganasen en la batalla. Aya estaba a punto de rematar a uno que estaba en el suelo, cuando éste pidió clemencia alzando las manos. Se detuvo.
Escuchó entonces un gemido tras ella, y cuando se giró, pudo ver a uno de sus compañeros cayendo de rodillas al suelo con las manos en el vientre, sujetando lo que parecían ser sus entrañas. Unai le disparó a la cabeza para evitar su dolor por más tiempo sin pensarlo, y Aya cerró los ojos. Un par de segundos después, mirando al hombre que tenía clamando por su vida a sus pies, bajó la espada y le atravesó el ojo izquierdo. Al caer desplomado, de su mano cayó una pistola que escondía tras él. La misma que había tirado al suelo al pedir compasión. Todo el arrepentimiento que podría haber sentido, se desvaneció en el aire. “Mata o muere...

Resonaron pasos tras ellos, y todos miraron a su alrededor. Pudieron ver que uno de sus enemigos, el único que debía quedar, corría desesperado hacia la puerta principal de la fortaleza. Ésta era increíblemente resistente, y la habían reforzado a lo largo de meses preparándose para lo peor, por lo que por dentro estaba repleta de explosivos, por si algún día cedía, tener una oportunidad de salvarse de lo que había al otro lado. Le miraron y bajaron las armas, no podía escapar de allí. Pero se equivocaron. El tipo también vio los explosivos, y sin pensárselo disparó a uno de ellos, que hizo volar todo el portón por los aires.

– ¡NO! – Gritó Aya, cuando los pedazos de piedra y madera volaban por todas partes.

Y los vieron, a todos ellos, a los cientos de criaturas que estaban al otro lado del portón y que siempre habían evitado. El enemigo que huyó de ellos les duró menos de un segundo entre mordiscos y tirones, y supieron que ya no tenían nada que hacer.

– ¡Corred! – Ordenó Unai aferrando a Aya con él.

Todos corrieron con aquellas criaturas pisándoles los talones, y cuando uno de los compañeros cayó al suelo nadie pudo girarse a ayudarle, pues desapareció entre gritos y jadeos tan rápido que ni siquiera distinguieron quién había sido. Un amigo, un amante, un hermano.
Los seres se desperdigaron y comenzaron a destruirlo todo. Los pocos civiles que quedaba fueron masacrados, en las calles o en sus casas. Aya, Unai y los demás corrieron sin demora mientras los ojos de la chica se llenaban de lágrimas por momentos.

Alcanzaron la puerta trasera, que daba puerto, y comenzaron a entrar todos por ella. Sólo quedaban seis...

– ¡Subid al bote! – Gritó Aya obligándoles a todos a pasar ante ella.

Se acercó, y desató los amarres. Acabó cortándolos para no perder más tiempo. Cuando todos subieron, intentó apartarlo de la orilla como pudo, pero era demasiado lento, demasiado... Miró hacia atrás, y los vio cerca, aplastándose unos a otros por llegar a tocarles los primeros. A comerlos vivos.
Se lanzó contra a puerta, intentando cerrarla, mientras Unai ya en el bote empujaba como podía la embarcación para separarla del puerto, alejándola de toda aquella masacre. Consiguió apartarla cada vez más, sin ser nunca suficiente por el peso, pero se detuvo al alzar la mirada hacia Aya. Ella ya no empujaba la puerta, sólo le miraba.

– ¿... Aya?


Ante toda respuesta, ella solo sonrió, dejando caer su espada a un lado.

Unai se asustó. Se aterró. Vio algo en sus ojos que le hizo sentir el peor de los agobios, y revivir sus peores pesadillas: Aceptación.
La barca ya estaba demasiado lejos como para saltar desde ella al puerto de nuevo, pero aun así Unai puso un pie sobre su borde, preparado para saltar, cuando uno de los compañeros le agarró para evitar que lo hiciese.

– ¡NO! – Gritó Unai con lágrimas de pura rabia en los ojos, sintiendo el corazón en la garganta.

Aya, se había dado cuenta de que la puerta solo podía cerrarse... Desde dentro. Abriéndola poco a poco y sin darle la espalda a Unai ni un momento, dejó escapar una lágrima por su mejilla, de pura felicidad. Tanta como la que sintió al verle de nuevo, después de todo. La misma que sentía ahora, al saber que él... Estaría bien.

– Te quiero. – Sentenció entrando de nuevo en la fortaleza.
– ¡NO! ¡JODER NO! ¡¡¡¡NO!!!! – Unai tiraba con fuerza, y consiguió soltarse del hombre que lo sujetab
a para lanzarse al agua, desesperado.

Pero la puerta se cerró ante sus ojos, dejándole ver como última imagen la sonrisa de Aya, alzándose entre todos los gemidos de pavor al otro lado del muro.

Mientras aporreaba la puerta metálica con toda la fuerza que le permitía su cuerpo, dejándose el alma y las manos en ello, pudo escuchar su voz, más feliz de lo que la había podido escuchar o imaginar... Nunca.

– … Hasta el final.

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Éste relato fue escrito pensando en una persona. Sabes bien que eres tú, y has participado en él. Gracias.
A Ana, como siempre, por ser la que sigue al pie del cañón pase lo que pase. Amigas como tú quedan pocas.
A todos los que me acompañásteis en la presentación de Ilustrofobia y me disteis una noche de fiesta después. Compartir un momento tan importante para mí con gente tan increíble y que se molestó en venir conmigo, o siquiera en preguntarme cómo fue desde la lejanía, es simplemente increíble.
A mi familia, que saben poco de las locuras que aquí comparto, pero me conocen demasiado bien como para saber que si el día de mañana lo leen todo, no se sorprenderían en absoluto.
¡Gracias!

martes, 25 de marzo de 2014

Águilas Z

V. Remontar el vuelo.

Eagle Eye 2 by cwaddell

Despertó entre barrotes, con un dolor de cabeza impactante... ¿Qué había pasado? ¿Qué...? Y entonces recordó. Recordó el asedio, las bombas, los disparos, aquellos seres. Recordó a UnaiAya se puso en pie como pudo y se acercó hasta los hierros que la retenían para mirar a través de ellos. Una voz, la detuvo en seco.

– ¿La princesa ya está despierta?--
Aya centró la mirada, y se encontró con la cara de un tipo que no le era siquiera conocida.
– ¿Dónde está...? – Fue a preguntar por él, por
Unai, pero no lo vió inteligente. Le delataría. – ¿Dónde está mi gente?
– ¿Quieres decir “los que quedan”? - El tipo se echó a reír, sus numerosos piercings en la cara repiquetearon entre ellos al hacerlo. – Esperando tu bienvenida. Vamos, tienes una fiesta esperándote.

El tipo abrió la reja y con un gesto la instó a que avanzase.
Aya no tenía otra que hacerlo. Apenas le había dado la espalda, avanzando por la sala, cuando otros dos tipos salieron de detrás de las paredes y le aferraron los brazos, haciendo que el trozo de piedra que había recogido del suelo para usar a modo de arma, sin que se diesen cuenta, cayese de sus manos.

– Guárdate las fuerzas para luego, preciosa... Te vendrán bien.

Antes de darse cuenta, tenía las muñecas atadas y la arrastraban por los brazos hasta la salida. No opuso más resistencia, era inútil.

Al fin llegaron a la que había sido la sala del trono en tiempos inmemoriales y que ella había convertido en la habitación de juntas y reuniones estratégicas. Ahora estaba medio derrumbada... Pero en la gran silla se encontraba sentado un hombre. Alto, con una larga barba repleta de trenzas y abalorios, los ojos pintados de negro, armado hasta los dientes y
portando varios chalecos antibalas, uno encima de otro ¿Tanto necesitaba protegerse...? Y a su lado, de pie, se encontraba Unai. Aya le miró, solo un segundo, y desvió su vista a otra parte. Demasiado peligroso.
Desearía no haberlo hecho, pues al girar el rostro se encontró con tres de sus compañeros atados a su lado, todos con marcas de haber recibido varios golpes nada amistosos. Se mordió el labio inferior, y no pudo reprimir el tono de rabia en su voz.

– Qué queréis.
– Algo de hospitalidad... No creo que te hubiese costado nada dejarnos entrar por las buenas ¿Verdad?

Aya alzó la mirada, henchida de odio, para clavarla en sus oscuros y despiadados ojos. Y le reconoció.

Eres el hermano de Fidas...

Debió decirlo con tal desdén y asco en la voz, que uno de los hombres que la sujetaban comenzó a cerrar la mano con fuerza sobre su brazo. Aya cerró los dientes con fuerza, pero no se quejó.

¿Crees que te iba a dejar entrar después de lo que nos hizo...? - La mano se cerraba cada vez con más fuerza. – Puto psicópata.

Aquello
fue un detonante. Sin que el jefe hiciese gesto alguno el guardia le soltó tal puñetazo en el estómago que la hizo caer al suelo de rodillas, apoyando su frente contra éste, pues no podía sujetarse con las manos atadas a la espalda. Aprovechó para girar el rostro a los suyos, que la miraban repletos de furia, deseando atacar. Con los labios pronunció un “¿Listos?” y los tres asintieron con la cabeza al mismo tiempo, en silencio. En la sala habría en total unos seis guardias, Unai y el hermano de Fidas... Tal vez tuviesen suerte.
La alzaron de nuevo para que mirase a aquel “jefe” a los ojos.
Un sabor metálico acudió a su boca.

– Tuvisteis suerte con mi hermano... Pero ya se sabe, la venganza se sirve en un plato frío, pequeña zorra.

Los puños de Unai se cerraron con fuerza. Aya necesitaba una escusa para mirarle, cualquiera, pero él no se la daba... Así que la buscaría por sí misma.

– ¿Y tenías que ser tan rastrero como para enviar a uno de los tuyos casi a su muerte por tu venganza personal? ¡Eres basura! – Ésta vez el golpe fue en la cara.
Se repuso recogiendo la sangre del interior de su mejilla con la lengua y escupiéndola contra el suelo. – ¡¿Cómo puedes seguir a un animal así?! – Miró a Unai a los ojos. Ahora tenía la escusa. – ¡Lárgate mientras puedas!

Y ahí estaba, la advertencia. Le señaló con los ojos que se apartase de aquel tipo, además de gritárselo. Pudo ver el gesto de incomprensión en los ojos de
Unai, pero al poco tiempo pareció haberlo entendido. Se apartó de él lentamente, caminando hacia atrás. Aya sonrió mientras otro de los guardias se preparaba para darle un rodillazo en el estómago. El hermano de Fidas hizo un gesto con la mano, y se detuvo justo a tiempo.

– ¿Sabes qué sois vosotros... ? –
Aya susurró, dolorida pero llena de energía. – Serpientes...

Alzó la mirada, y entre sus cabellos repletos de polvo y escombros de las bombas, esbozó una sonrisa que habría sido digna del mejor de los asesinos en serie, psicópatas o actores que encarnaban a los malos en las películas
que hacía tiempo no existían.

– ¿Y sabes qué somos nosotros...? – Elevó el rostro hasta clavarlo en el tapiz tras el trono.
Las aves inmensas le devolvieron la mirada. – Águilas.

Uno de los hombres de
Aya dio entonces una patada a una columna. Sonó un “Clonc”. El techo se abrió, y de él cayó sin medida alguna una gran cantidad de hierro fundido que se derramó por la sala. Tapó al jefe y a dos de sus guardias, y en el momento los tres compañeros de Aya se alzaron contra sus captores, intentando derribarlos gracias a la sorpresa. Lo consiguieron. Una sonrisa de triunfo se formó en el rostro de Aya justo cuando uno de aquellos tipos la agarró del cuello y la obligó levantarse, usándola a modo de rehén. No le apretó ni dos segundos, pues un tiro le atravesó la cabeza a una velocidad de espanto, exactamente igual que al otro guardia que quedaba con ella. Unai se encargó de volarles los sesos. Se acercó a Aya y la liberó de las ataduras, para después comenzar a disparar a los guardias que aún quedabn y luchaban por sus vidasAya mientras tanto, corría hacia el trono, esquivando aquella montaña de hierro que poco a poco se solidificaba, tomando la forma del trono y el hombre que había quedado sentado, para siempre, en él. Saltó un par de veces para evitar quemarse, hasta que al final dio con lo que buscaba, su espada. La sacó del hierro fundido, se quemó las manos dejando eternas marcas en sus palmas, pero le dio exactamente igual.
El olor a quemado se unía
a los gritos en las calles, parecía que todos los enemigos que quedaban fuera se estaban preparando para luchar contra ellos cuando saliesen. Aya cortó las ataduras de sus compañeros, y les abrazó a todos y cada uno de ellos, preguntándoles si estaban bien. Ellos hicieron lo mismo y recogieron las armas de sus enemigos, preparándose para la batalla.Aya se giró a Unai. No sabía bien qué hacer... Le había dado la espalda a los suyos por ella. Había matado a los suyos por ella.

– No hace falta que vengas... –
Ya había hecho demasiado.Unai se acercó a ella y la miró a los ojos. Extendió una de sus manos y le colocó el cabello que tanto se le había revuelto tras la oreja, sonriendo poco a poco. Aquella sonrisa hizo que Aya volviese a respirar tranquila.

– No pienso volver a separarme de ti.

Alguien le di
o una de las pistolas de los cadáveres a Aya, y ella la cogió al vuelo, la cargó, y se preparó. Sin dejar de mirar a Unai a los ojos.
Posó su mano sobre su mejilla y sonrió, sabiendo que no le dejaría ir. No podía dejarle ir...

Sus hombres la esperaban en la puerta, y a ellos se habían unido otros seis que habían conseguido rescatar de las salas colindantes.
Aya agarró a Unai de la mano y tiró de él hasta colocarse al frente del grupo. Allí, se giró para mirarles a todos, escuchando los gritos y disparos a sus espaldas. Eran muy pocos. Normalmente era bastante dada a los discursos, a animar a los grupos que luchaban bajo su mando, pero en aquella situación... Miró a todos sus compañeros, uno tras uno. Y sonrió dejando caer los hombros. No aceptaría la derrota tan fácilmente, pero abrazaría a la muerte contra su pecho si es lo que se les venía encima.

– ¿... Hasta el final? – Preguntó sin alzar la voz, asiendo la pistola con fuerza.
– Hasta el final. – Contestaron los demás, asintiendo con la cabeza.

Paseó la mirada una última vez por todos ellos. Habían compartido tanto... Y se detuvo en Unai. Se acercó de un par de pasos hasta él. Alzándose sobre las puntas de sus pies, le besó en los labios de una forma efímera, pasajera, pero suave y decidida. Y se giró, sacando la espada de su funda y caminando firme hasta atravesar de una patada el gran portón de madera, sabiendo que lo que le esperaría al otro lado, sería la batalla que decidiría su vida.


jueves, 13 de marzo de 2014

Águilas Z

IV. Derribados.

Eagles are not afraid of vultures... by Ufekkk007

Muchos meses después...

El silencio reinaba en la amplia habitación, y en su cabeza, hasta que escuchó acercarse unos pasos a lo lejos, por el pasillo.
Aya, sentada en aquellas escaleras de piedra frente al trono en el que algún día algún noble se sentó, elevó la cabeza mirando al frente, molesta. Los portones de madera se abrieron y un joven entró, alto, bastante fuerte, con el gesto amable pero preocupado y una barba bastante prominente.

– Hemos encontrado a otro en la carretera. - Dijo sin miramientos. 


Aya, se cruzó de piernas y permaneció pensativa. 

- Venía en moto, no tiene mucha carga, sólo algunas armas. Parecía estar solo. No ha querido decirnos más.

Ella seguía pensando. Pasados unos veinte segundos, volvió a elevar la mirada hasta el joven y asintió con la cabeza.

– Tráelo. Y llama a los demás. – El joven, como movido por un resorte, se giró sobre sus propios pies y salió despedido de la sala.


Aya aprovechó para caminar hasta el gran asiento de madera engarzado con joyas y las tocó con sus dedos, asombrada por su brillo, con el gesto serio. Siempre serio. Se pudo ver reflejada en ellas, altiva y con los ojos profundos y pesados, cansados pero con una violencia de la que ella no se sentía poseedora. Poco después entraron en la sala otros dos jóvenes, uno muy grande y otro más bien pequeño, pero que pecaba de pura sabiduría. Antonio y Enrique. Ella sabía elegir bien a los que tenían que cubrirle las espaldas.
Y escuchó los pasos
extraños, después, llegar. Dio la espalda a la puerta principal, mirando al gran tapiz que había siempre tras el trono, y esperó que los pasos hubiesen terminado de hacer eco, sabiendo que tenía al intruso tras ella. Desde el tapiz, un grupo de seis águilas volando contra un atardecer, tejidas con la mano más dulce que podía ser capaz de imaginar, le devolvían la mirada, imperiales. Siempre le daban fuerzas.

– Al parecer no quieres contarnos si eres un lobo solitario o si nos vas a echar a tu manada encima de un momento a otro.


Con un gesto, Aya recogió una de las espadas que tenía apoyadas sobre el tapiz y la guardó en su funda, colgada de su cintura. Tal vez tuviese que usarla unos segundos más tarde, aunque no le hacía gracia la idea.
 
– No tengo nada que decirle a una escoria como vosotros. –
Pum

Restalló en la sala el puñetazo al extraño como un cañonazo ahogado en el mar. Aya unió las cejas.

No le gusta
ba aquello, tener que hacer aquellas cosas con los que aún eran humanos, pero la experiencia le había enseñado que o matabas, o morías. No era el mejor mundo en el que vivir, pero era el único, y ella lo sabía.

– Verás,
tenemos un problema. No podemos dejarte ir si no sabemos si vienes con gente detrás o no. No serías el primero aparecer a reconocer el lugar y lanzarnos a los perros encima. ¿Entiendes?
Me importa una mierda lo que penséis, yo no le debo nada a nadie, menos aún a vosot... – Plas” – ...Yo me cuido solito.

Un golpe más seguido de un gemido hizo que
Aya tuviese que morderse el labio. Se giró al fin sobre sí misma para ver al joven tirado en el suelo, boca abajo, sobre sus rodillas y manos. Parecía escupir sangre.

Mirándole, pero sin poder verle la cara, bajó los escalones de piedra uno a uno. Sus pasos resonaban en la sala mientras los demás la miraban con atención, alerta. Todos parecían estar tensos, su simple presencia en actos como aquel les ponía los pelos de punta. Era pura amabilidad, pero cuando
se trataba de temas difíciles... Por algo ella era la que tenía el mando.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, desenfundó su espada, y despacio la colocó en su brazo.
Subió por su hombro y se depositó en su cuello, así obligándole a bajar la cabeza para que no la mirase. No quería verle los ojos.

– Voy a hacerte unas preguntas muy sencillas, y luego podrás marcharte. – “
Mentira”. – Así de fácil ¿De acuerdo? – No contestó, permaneció inmóvil. – ¿Cómo has conseguido sobrevivir sólo?
– … No siempre lo estuve.

Eso era lo que ella quería oír. Ahora sólo tenía que descubrir con quiénes estaba o había estado, y de dónde habían salido para evitar más problemas. Una lucecita se había encendido al fin sobre su cabeza.

¿Cuántos erais? ¿Y dónde están?
– Éramos una resistencia, y luego quedamos sólo dos. Y ¿Dónde? –
Rió de forma irónica, triste – Ojalá lo supiese...
– ¿No lo sabes? –
Su compañero, el alto, hizo un gesto de mofa. Eso lo había oído antes. – Creo que no voy a tragarme eso.
– Nos separamos. No tuvimos elección. Y no pudimos encontrarnos. -
Aya cerró los ojos unos segundos, exasperada. - No pude encontrarla...

“¿Encontrarla...?”
Aya iba a preguntar algo al respecto, intrigada, cuando algo tras ella atravesó la ventana con un estallido de cristales. Alarmada, lo miró. Era una bomba casera, y sin pensárselo se lanzó hacia delante tapándose los oídos, justo antes de que la mitad de la sala volase por los aires. Hizo un par de señales a los de su alrededor, notando el molesto pitido de la explosión embotarlo todo, dando órdenes a los suyos, y se encontró a Antonio apresando al prisionero contra la pared. Le aferraba del cuello, gritándole mil barbaridades distintas.

– ¡¿Son los tuyos?! ¡Maldito hijo de...! –
Aya se lanzó contra él y le apartó el brazo.
– ¡No le habrían intentado hacer volar por los aires si fuesen de los suyos! Déjale y busca un arma. – Supo que iba a replicar. - ¡YA!


Aya preparó sus armas. Encima sólo llevaba una pistola y la espada, pero de momento le bastaban. Dio un par de órdenes a gente que pasaba por debajo de la balaustrada y alguien le lanzó una pistola que cogió al vuelo. Se dispuso a girarse para dársela a Enrique, y empezar el contrataque, cuando notó el frío acero de un cuchillo pegarse a su cuello. No tuvo otra que permanecer totalmente quieta.

– Soy estúpida... - Susurró.

Aya cerró los ojos con una sonrisa, sarcástica. El prisionero estaba con ellos, claro que lo estaba, pero lo de casi matarle a él o se trataba de una nueva técnica algo suicida o denotaba que en ese grupo a nadie le importaba nada una mierda.  Sea como fuere, el engaño había funcionado.

Sólo demasiado ingenua...

El cuchillo se pegó más aún contra su piel y pudo sentir la sangre comenzar a bajar por su cuello. Antonio apareció de la nada, y el prisionero pasó a poner el cuchillo en su espalda, casi clavándolo, para instar a que actuase con normalidad. Aya lo hizo.

¡Aya, los tenemos en ambos flancos!- Gritó, agitado. - ¡Te esperamos en el lado oeste, allí parecen agolparse los experimentados!
-
Ahora mismo voy. - Su gesto serio consiguió hacer que el chico se marchase.

Acto seguido, el cuchillo dejó de hacer presión en su espalda.
En su lugar una mano le aferró por el brazo, y le obligó a girarse. Al hacerlo, se encontró de frente con unos ojos cálidos, asustados, llenos de dolor y sobretodo tan conocidos...

– ¿...
Aya? – Con el gesto desencajado, él dejó caer su arma al suelo.
¿... Unai? Aya relajó su dedo del gatillo de la pistola con la que pensaba contraatacar, no hacía ni dos segundos.

Todo a su alrededor comenzaba a ser destrucción. Se escuchaban tiros por doquier, gritos, el humo comenzaba a llenar las callejuelas de aquella fortaleza que habían reformado a modo de refugio, pero ante todo ellos permanecían de pie, sin creer lo que estaban viviendo. 
Unai posó la mano en la mejilla de Aya mientras ésta dejaba escapar una exhalación, que culminó en una sonrisa. Casi le dolió. Hacía demasiado tiempo que no sonreía. Quería abrazarle, decirle tantas cosas... Pero la suerte tampoco iba a estar de su lado en aquel momento. La puerta de metal a la izquierda de ambos cedió, y por ella comenzaron a entrar montones de aquellas criaturas, que al parecer sus enemigos habían dejado entrar para hacer el trabajo sucio.

Ambos sacaron sus armas y comenzaron a luchar.
Aya pronto se quedó sin balas y tuvo que pasar a hacer uso de su espada mientras que Unai buscaba mil y una forma de esquivar los ataques que le propinaban para devolverlos con todo lo que tuviese a mano.

En su vida habían luchado ninguno de los dos de aquella forma, pero la adrenalina por protegerse mutuamente era tan fuerte que ni un tanque habría podido con ellos, y l
as criaturas, aquellos seres casi reptantes sedientos de sangre humana, pero lentos y torpes, fueron diezmados.
Sin embargo, aquellos que les habían asediado seguían vivos y de una pieza.
Antes de poder siquiera decir una palabra, Aya se llevó un golpe en la nuca que la hizo caer desmayada en los brazos de un extraño, repleto de jirones de ropa y malos tatuajes caseros, pero que tenía la mayor sonrisa de triunfo pintada en la cara existente en la faz de la tierra.